Vagando entre retales, por María Bernal

Vagando entre retales

Silvestre podría ser un chaval de 2º, 3º o 4º de ESO que pasa sus recreos en la más estricta soledad, quizá se relaje, quizá no quiera estar con sus compañeros. Pero no está triste, él camina de un lado a otro, como si estuviera en una misión, la de hallar un tesoro, porque en su intrépida aventura, se observa cómo le echa valor a cualquier circunstancia del patio.

Sonríe y, en algunas ocasiones, hasta habla solo. Y no está loco, como muchos compañeros, ignorantes muchas veces de las posibilidades de muchas personas, incluso de las suyas mismas, afirman. Simplemente es feliz y no tiene que dar explicaciones a nadie; primero, porque no se las piden, segundo, porque su actitud es producto de la vulnerabilidad que la vida le ha dado. Y lejos de la opinión de todos aquellos que tantos prejuicios tienen, ellos viven la vida a su antojo, sin filtro alguno, y sin tantos dilemas morales que presentan los adolescentes de hoy en día.

Tener un hijo con necesidades educativas especiales en el siglo XXI cuenta con una ventaja a nivel académico. Ahora, contamos con recursos para darles una respuesta educativa. Bien es cierto que todavía son muchas las precariedades y en aumento van los recortes para contratar a maestros y profesores especializados en pedagogía terapéutica, pero a diferencia de antes, que eran los raritos, ahora tiene cubierta su atención y más desarrolladas sus habilidades sociales, gracias al gran trabajo que hacen los PT, sus ángeles de la guarda y sus psicólogos, sus hadas madrinas.

Sin embargo, estos padres viven con el sufrimiento multiplicado por tres, siendo conocedores de que sus hijos tendrán más dificultad a la hora de enfrentarse a cualquier situación, porque por activa y por pasiva, la igualdad para sus hijos no está tan presente como les hacen ver.

El  término rarito, a pesar del progreso y de la inclusión por la que colectivos y docentes luchamos todos los días, sigue acuñado a este siglo. La tolerancia no es la esperada por los expertos, ya que en el ámbito escolar, lejos de ser comprensivos, prefieren reírse de esos compañeros que tienen algún trastorno.

Siempre se les cuelga la etiqueta de “niños especiales”, y sinceramente no existen niños especiales, simplemente son niños, sin más. En el momento en que les decimos a sus compañeros que tienen a uno en clase que es especial, lo estamos condenando a que sea mirado de manera diferente desde la lástima y desde la patética expresión de “pobrecito”.

Las personas con TEA (Trastorno del Espectro Autista) tienen un mundo interior muy complejo y muy difícil de comprender. La literalidad del lenguaje, los ruidos, el estrés ambiental, los espasmos, su interioridad y sus bloqueos les juegan muchas veces una mala pasada de desestabilización emocional.

A veces, para intentar calmarse, su entorno no ayuda mucho. Me refiero a su contexto dentro de los centros educativos, ese lugar en el que pasan muchas horas y en el que va a haber compañeros que poco o nada los van a respetar. Y es que a pesar de que todos saben de diversidad educativa, todavía son muchos los que no entienden de respeto alguno y en lugar de ayudar, lo que hacen es dificultar el clima de convivencia.

Se ríen, juegan con la ingenuidad y se aprovechan de que son esos seres especiales a los que les presentan como si se trataran de personas impedidas. Les gastan bromas de mal gusto y los dejan de lado, pese a ese buen rollo que nos hacen ver que hay entre adolescentes, pese a la inclusión que escasea y pese a que muchos padres se dan golpes de pecho presumiendo que les inculcan a sus hijos los valores de la amistad, pero ninguno o muy pocos hacen lo posible para que sus hijos abran su círculo de amistades y dejen entrar a ese chico o chica TEA o con discapacidad intelectual que no pega ni con cola con sus hijos, esos que si pueden esquivarlos para sentarse a su lado o para hacer un trabajo de clase, mucho mejor, porque al final, se hacen guetos para que vayan siempre juntos los más conocidos y los que creen estar en un nivel superior aún  quedándose sin pareja el resto. ¿El motivo? Simplemente, se avergüenzan de que no todos sean como ellos.

Es una asignatura pendiente y con pocas expectativas de que sea superada esa en la que el objetivo principal es asumir que nadie es mejor que nadie, porque, a fin de cuentas e independientemente de nuestras posibilidades, todos somos personas con un objetivo distinto, pero con un mismo final en esta vida. Así lo cree Silvestre (nombre ficticio) que sigue vagando feliz  entre retales de su inocencia por el patio, sin necesitar la aprobación de nadie y esperando a que toque el timbre para entrar e intentar congeniar entre sus compañeros, si es que lo dejan.